24 abril 2007

Carne de hospital II – El retorno

Siendo que la gente, en general, es muy poco original para elegir destinos de fin de semana y no quedaba ni Roma ni Londres ni París con plazas, servidora decidió optar por un week end all included en la Clínica Delfos de Barcelona.

Dado que la primera experiencia había resultado escasamente agradable, decidí probar otra vez, más que nada para darles una segunda oportunidad.

Pasan cosas raras en los quirófanos....

Pero en este caso, en lugar de llegar en ambulancia, programé yo misma con tiempo el ingreso. Como resultado, un adorable quiste ovárico de 6 cm vio la luz el viernes 20. Aún no sé qué nombre ponerle. Jonathan está muy usado y me desagrada especialmente. Borja me cuesta pronunciarlo sin una patata en la boca. Odio Jordi. Lo mismo me pasa con la mayoría de clásicos castizos: Manolo, Francisco, Pedro, José. Buf. Así que he decidido nombrarlo en su forma más intrínsicamente propia: “putoquiste”.

Esta segunda edición de El Semiinfierno de tu Vida me ha servido para corroborar mi teoría de la inutilidad de las puertas en las habitaciones. Te pongas como te pongas, el mal genio de muchas auxiliares que se pasan el día limpiando culos significa invariablemente puerta abierta. Y cuántos más culos hayan limpiado en el día, más abierta la dejan. De par en par. También que las crías humanas chillan como mono atropellado. Preferiblemente por las noches.

Lo digo porque tuve el honor de compartir planta de parturientas. Y, entre ellas, una concursante de la jaula de grillos más conocida como GH y su amor, otro grillo de la misma cosecha, el primorosamente apodado Yoyas. Pues sí, luego de algunos años, los tortolitos han traído un tortolitín al mundo.

Dejando el costado people, por lo que se refiere a mi persona (gatuna aunque a ratos humana), estoy estupendamente. Quitando las 3 rajas de la barriga ocultas tras pudorosos esparadrapos y una mano con la vena algo inflamada, producto de un arranque esquizofrénico enfermeril resuelto a chutar líquido en vena a velocidad de drive de Federer.

Además:

Tengo 3 horas de mi vida en nebulosa. O en lago negro (te meten vaya a saber qué, y luego te despiertas temblando y pataleando como epiléptica en celo) Durante 4 días ingerí alimentos coloridos no identificados (ni como alimento ni como color) Hice más kilómetros en camilla reclinándola arriba y abajo que Meca remontando el Guadalquivir. Disfruté (¿?) de la programación matinal televisiva. Me duché sentada en un taburete. Intenté mear acostada sobre una especie de bandeja (esto no lo conseguí) Y, por primera vez en mi vida, sufrí hasta las lágrimas riéndome. ¿Quién fue el hijoputa que nos diseñó para que las carcajadas retumbaran en la barriga? Seguro que el mismo hijoputa que ordena 1 mes de abstinencia. Sí. Estoy hablando de Eso. Hijoputa.

También me di cuenta de que.... que.... que.... esteeeeee.... tengo a mi lado a alguien fantástico. No necesito más.

03 abril 2007

Carne de hospital

Un día cualquiera estás en el trabajo aburrida y decides irte a urgencias en ambulancia. Más que nada para variar un poco el panorama diario de casa-moto-oficina-moto-casa.

La cuestión es que llegas y deciden dejarte un par de días dentro.

Yo ya me imaginaba que las clínicas no son hoteles de 5 estrellas. Ni de 4 ni de 3. Lo que no sabía yo es que como requisito fundamental para ingresar te obligan a ponerte un camisón abierto por los cuatro costados y te mandan a una habitación presidida por un cristo de 5 centímetros crucificado en un cacho cruz de 27 de alto por 16 de ancho. Pobrecito. El de mi habitación acabó en el armario (al irme lo saqué y lo dejé estirado sobre la camilla, hacía una pena, tan flaquito)

Creo que éste es el único que no me examinó

A partir de aquí reflexionemos un poco.

Tú llegas con un dolor aquí (póngase la mano donde se desee) del tipo absolutamente insoportable. Por eso llegas en ambulancia. Te depositan en una silla de 1964, y te trasladan por un pasillo mientras la susodicha va dando botes y tú repasas toda la lista de insultos que te sabes en todos los idiomas. Hasta que el portasilla te deja en una esquina y se enzarza en una discusión con varias enfermeras acerca de si “ésa” (o sea, yo) es la de urgencias de cirugía. Y una que troca su carita sufriente en una mueca de pavor. ¿Cirugía? ¿Ha dicho cirugía? Y lo único que atina a hacer es levantar el dedito y balbucear: no, yo no, yo no, no.

Al final deciden estacionarte en un pasillo y que te esperes. Mejor, al menos no te meten el cuchillo al momento, y la suspensión de la silla, mientras te estés aparcada, no incordiará.

Pues ahí te quedas.

Hasta que te miran y examinan unos cuantos con bata blanca (esa sí va con botones) y sentencian que lo mejor es que te quedes dentro. En observación (como una célula en su microscopio)

Te asignan un número de habitación, un trozo de tela con un agujero en la cabeza que llaman “bata” y te enchufan una aguja en vena para chutarte lo que decidan. Porque tú no lo sabes, pero desde ese momento has dejado de ser persona y no cuentas ni para opinar acerca de lo que van a hacer contigo. A partir de entonces, serás un objeto de estudio extendido sobre una camilla reclinable. En una habitación cuya puerta no se cerrará jamás, que no sé para que las ponen y se gastan los dineros en un pomo. Podrían dejar el vano abierto, y la de madera que se ahorrarían. Eso sin olvidar el vergonzante trozo de tela que llevas por hábito.

¿Por qué la sufriente población internada, que ya bastante tiene con estar enganchada a una o varias sondas, debe soportar la deshonra de ir vestida con una tela imposible de cerrar? ¿Es que la comodidad del médico y de la enfermera a la hora de meterte mano justifica tamaña humillación? A ver, señores y señoras del diseño textil de moda y demás, ruego por favor realicéis un encomiable e impostergable servicio a la humanidad: ¡rediseñad la bata hospitalaria! Sugerentes botoncillos, cómodas cremalleras, alegres colores, estampados divertidos, mangas estilizadas. Venga, seguro que vuestra creatividad supera la contundencia de mis adjetivos. Cientos, miles, millones de sufrientes achacosos os lo agradecerán.

Al final, los de la bata blanca con botones, luego de observarte y observarte, deciden que te puedes largar porque no estás tan mal. Te vas. Libre. Y sólo por joder, das un portazo a la puerta de la habitación y la cierras con todas las ganas contenidas.

PD: gracias a los que me cuidaron y se preocuparon por mí, y especialmente a uno que estaba y estuvo, cuando no tenía por qué. Queridos L. y A., las risas y carcajadas que salían de mi habitación a las tantas de la noche no las olvidaré en mi vida.