Un segundo (o dos)
Un segundo es apenas un ligero movimiento de una manecilla delgada de un reloj. Discretamente hace pic, o ñic, o pif (porque seguro que la vocal es una i), y se desplaza del 4 al 4,1. Cinco segundos van del 4 al 5 en un instante.
Y en un instante, dos, tres segundos, un imbécil te echa encima su coche, y tu ves, adivinas, tienes la absoluta certeza de que en dos, tres segundos más, te darás contra el asfalto.
Y como lo sabes, algo te hace frenar, inclinar la cabeza de lado y hacia arriba para no dar con ella en el suelo.
Pero aún así, en un máximo de cinco segundos estás tumbada sobre la calle, con la moto encima y unas ganas tremendas de lanzar improperios (y piedras, o alfileres, o cutters, o balas, o un tiesto con un roble inmenso de 25 años) al que ha girado encima tuyo cuando no debía. Al que te ha visto en el suelo, ha levantado la moto (porque le impedía el paso), ha vuelto a su coche y se ha largado, tal como bajaba por Lepanto, derrapando por la Gran Vía.
Nunca imaginé llamar a la Guardia Urbana llorando como una niñita perdida en la playa. Sentada en la moto, estrujando una libreta en la mano, no sé, se ha largado, estoy bien, me duele la rodilla, pero se ha largado, sí, tengo la matrícula apuntada (el imbécil desaparecía con un gran cartelón blanco con letras negras a su espalda)
Guardia Urbana, ambulancia, no ha sido nada, arriba de la moto otra vez y derechito para el curro, que yo solita tengo trabajo para tres.
Y la impotencia. Y una rodilla que se hincha. Y a urgencias para que te miren mejor, una venda, unas pastillitas de colores, y a descansar (que mañana hay que volver a currar)
Un segundo, dos segundos.
La rueda sigue. Y hay que seguir currando, y hay un imbécil suelto en esta ciudad que en uno, dos segundos, te corta el paso, te echa el coche encima, y se larga por ahí, derrapando por la Gran Vía.
(El color verdi-negro de mi rodilla derecha desaparecerá pronto. La desazón, no)