20 enero 2007

Estampas porteñas II – El piropeador

Una, que en esta plaza no provocaría ni un ligero torcimiento de cuello, en aquélla del sur llegó incluso a tener que refugiarse en una tienda para poner fin a algún pesado especialista en maniobras de seguimiento y acoso.

Años de tener que aguantar voces húmedas pegadas a la oreja, de verse obligada a dar un rodeo para no pasar frente a la obra en construcción desde donde te silbaban y te dedicaban finas guarradas.

El panorama cambió al llegar a esta Catalunya de adopción, donde no miden la hombría con la regla del gallo dueño del corral. Una puede ir tranquilamente por la calle sin temer asaltos babosos. Pero claro, eso evita también el poder toparse con el piropeador amable, ese que te arranca una sonrisa sin tú quererlo.

De esos, recuerdo un par:

Aquel que le espetó a mi madre, cuando caminábamos a su lado, sin todavía haber cumplido los 18, mi hermana y yo: “Señora, ¿quiere usted ser mi suegra?". Vale que no era muy original, pero se ve que a mis 13 ó 14 años lo consideré todo un alarde de maestría piropeadora. Sobre todo comparándolo con lo que había que aguantar.

O aquella vanette que se nos cruzó en una bocacalle, también caminando mi hermana y yo, y de la cual, al abrirse la puerta lateral, surgió un saxofonista que nos dedicó una serenata en clave de jazz. Saxofonista que vestía, además del saxo, sólo un pantalón. (¿Vendrá de ahí mi arrebato por ese instrumento y por todo aquel que lo toque? Si hay un psicólogo en la sala, por favor dejad mensaje)

En fin, ni soez ni amable. Aquí, mi diario andar felino no suscita ni una mísera reacción masculina .

Así que, por extraño que parezca, por horripilantemente machista y rebajador, no sé por qué, mi cara si ilumina en cuanto escucho, paseando en simples vaqueros y camiseta por una Buenos Aires que se derrite a 38º, un “Diosa” surgido a mi pasar.

(Lo dicho, psicólogos, por favor dejad mensaje)

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